15 noviembre 2023

Báilame la vida.

Ahora que me acostumbraba a vivir sin los minutos del "por si acaso", la vida empezaba a volver a su estado natural. Me abrumaba el tiempo. Es como un estado, aparentemente neutral e insípido que avanza irremediablemente a una velocidad vertiginosa. Y te alcanza, y tal vez, hasta venga la vejez. Aunque tenga la intención de rejuvenecer con los años. Pero el tiempo es fugaz. Y sólo nos paramos a pensar en las cosas cuando ya se nos ha echado todo encima. De golpe y porrazo era todo distinto. Había olvidado mirar como miraba en aquel entonces.

Me encontré, de repente, en un cuerpo más maduro. Con una cana en el flequillo y un vestido de noche. Sexy, empoderada, misteriosa. Sentada en una mesa redonda, en un hotel de lujo y abducida por el aburrimiento de las reuniones contemporáneas. Mientras tanto, la noche avanzaba sin éxito aparente. Entonaba una risa por compromiso y después, embriagaba mis labios de vino mientras permanecía impertérrita. Divagando entre "síes" y "noes".  Tratando de no perder el hilo de conversaciones que me importaban más bien poco y tal vez nada.

Empinando el vino de nuevo, se me vino una imagen familiar. Saboreando el trago, llegó el primer asalto. Tu voz, un eco: "Un condón merece un buen polvo, no ser abierto y tirado gratuitamente sin una buena corrida" 

¡Que mal me caíste y qué mal me caías! Y aun así, para mi suerte o desgracia, tenías toda la razón. Toda la absoluta razón. Y eso me puso rabiosa, y cachonda a la vez. La mezcla perfecta. Ese extraño punto en el que el placer se puede volver dolor... pero sabes que acabará en la más salvaje de todas las profecías. Un antes y un después. Con final, o con puntos suspensivos. 

- A parte del imbécil ¿Hay algo más que se te de bien hacer?
- Cortar jamón
- ¿Sabes cortar jamón?
- Si
- ¡Ah bueno! ¡Ya me empiezas a caer mejor! 

Aquella noche bailamos hasta destrozarnos los pies. Bailamos en una fiesta clandestina en la casa de alguien. No sé qué nos contábamos, tampoco recuerdo de qué nos reíamos. Haciendo el paripé de unas sevillanas, me agarraste por la cintura y, borracha, caí sobre ti. Fue en ese preciso instante en el que tu olor se me quedó grabado en las entrañas. Entonces comprendí, sin pretenderlo, que me había pasado la vida jugando a ser dios. Y, sin embargo, no era más que una principiante de los SIMS que no sabía cumplir sus deseos. 

Así comenzó todo.

La complejidad de nuestra relación nos invitaba a reuniones clandestinas e incesantes. El fulgor no se separaba de nosotros ni un segundo. ¡Nos deseábamos tanto! ¡Que bien nos sentábamos entonces!

Esas ganas de besarte en cualquier parte y tener que aparentar ser dos personas cuya relación no se excedía del saludo estándar. 

No se nos daba mal el papel. 

Parecía inquebrantable.

El mismo papel que nos quemó.

Nadie podría averiguar lo que nos traíamos entre manos. Nadie nos veía meternos mano en el parque. Nadie nos veía cachondos en un bar, en una fiesta. Nadie nos veía reventar de placer a escondidas, en cualquier lugar que nos quedara a mano. Y amaba insertarme en tu placer y retorcerme a horcajadas mientras tus uñas atravesaban la piel de mis glúteos. 

Recuerdo cuando me dieron el piso, y en tus horas recreativas del trabajo te escapabas. Una casa refleja el paso de la vida, la pesadez del tiempo... como un lapicero que se borra lentamente hasta dejar algo así como un recuerdo que solo unos pocos se atreven a mirar.  Accedí a una trampilla sin saberlo y descubrí la ruina de no escuchar tus pasos en la escalera. El tintineo de las llaves en la cerradura, encontrarme delante del ordenador en pantalón corto, camiseta de tirantes y el moño mal hecho, las gafas de filtro azul, el boli en los labios, los folios desordenados por la mesa. Deshacernos, desmontarnos, entregarnos, revolvernos, enredarnos el pelo...

Pero aquel amor, era un precipicio con vistas al mar y yo me hice adicta a las alturas. El problema de nosotros era el miedo a volar. Y es que, a veces, la vida depende de sólo un instante. Es como un hilo fino y de mala calidad llamado miedo. El miedo de que un día nos mirásemos a los ojos y no saber manejar los sentimientos. Estábamos acostumbrados a seguir siempre las mismas estrategias y aquello no se encontraba en nuestro manual de instrucciones. Al menos en las páginas que teníamos abiertas. 

En aquel adiós, no se nos ocurrió derramar ni una sola lágrima. 

Y un día ya, dejó de existir aquel mensaje de buenos días. Aquel lenguaje lateral y subversivo. El que marcaba la comisura derecha de mis labios. El que me dejaba sin aliento y a la espera de encontrarte. Entregarnos, deslizarnos, chuparnos, arder. Perdernos de nuevo, jadear, seguir. Extasiarnos. Perturbar el deseo.

Eso dejó de existir. 

No había respuesta, ni luz en el jardín.

El segundo asalto: abrí los ojos. De nuevo estaba rodeada de aquella gente. Mi copa de vino, mi anillo en la mano derecha. La rutina. Los días iguales. Y mi cabeza lleva en standby tanto tiempo que he olvidado el tacto que tus manos le daban a las cosas...

Volví a dar otro sorbo. No quería despertar de aquel ensueño. 

Te vi, de repente, callado. Vistiéndote lentamente, con pelos de recién follado. Mirándome. Tendida en la cama, desnuda. Admirándote. Contemplando tu sonrisa de medio lado. Y tus orejas rojas. ¡Cómo me gustaban tus orejas rojas! ¿Alguna vez supiste lo guapo que estabas así? Después de haber mentado a Dios y al mismísimo diablo. Después de haber creado una obra magistral. Después de habernos clavado los colmillos. Después de haber peleado, de haber gritado, de habernos desmontado y recreado. Tu. Sin más palabras. Tu.

Ahí es cuando llegó el tercer asalto: La realidad. Al fondo de la sala. Unos ojos marrones clavándose en mi rostro. Un hombre de pie, con la espalda apoyada en la pared. Brindando al aire con otra copa de vino. 
El paso de los años te había sentado demasiado bien. 

Quise mirar hacia otro lado.

Debía estar ya borracha.

¿Cuántos años duraron los puntos suspensivos? ¿Eras realidad o un holograma? 

Llevábamos tantos años privándonos del conocimiento mutuo, que se nos vino todo de golpe.

Y unos minutos más tarde comenzó la fiesta. Y como hacías siempre, apareces entre la muchedumbre. Así, sin avisar. Ofreciéndome un trozo de jamón y una copa de vino.

Después nos pusimos a bailar. Hasta que nos dolieron los pies. 

La diferencia, es que aquella fiesta no era clandestina, ni en la casa de nadie. Y que habíamos pasado pagina en el libro de instrucciones. Que, por cierto, no estaba en blanco.

Fue entonces cuando sonó aquella sevillana. Y agarrándome de la cintura y cayéndome borracha encima de ti. Haciendo una interlocución fuera de lo normal, los dos nos susurramos al oído: "Báilame la vida, por favor. Báilame por siempre."